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Bato estaba sentado junto al fuego. Hermes y su madre estaban preparando la cena en la habitación contigua. Se escuchaban un sinfín de sonidos familiares para Bato, un cuchillo sonaba sobre una superficie de madera, pequeños golpecitos de cuchara que golpeaban las paredes de un recipiente metálico, el sonido característico de agua en ebullición, quizás estuvieran preparando algún tipo de sopa caliente, desde luego olía muy bien.

Hermes no paraba de contar historias a su madre, de vez en cuando se escuchaba una carcajada simpática del muchacho, el anciano no llegaba a escuchar todo lo que hablaban pero sonreía al escuchar a Hermes, sin duda era un chico muy alegre.

La escena le retrotrajo a una época en el que él también fue feliz. Hacía ya mucho tiempo que eso había sucedido casi ni lo recordaba, era tan joven... Soñaba estar junto al amor de su vida, Náyade, era perfecta, no le podía recriminar nada. El trabajo de Bato hacía que no pudieran estar juntos mucho tiempo, tenía que viajar amenudo, pero después de tanto sacrificio y esfuerzo le permitieron permanecer en la ciudad, al menos durante un tiempo prolongado. En ese instante fue cuando decidió que el momento había llegado, le pediría que se fueran a vivir juntos, la amaba sobre todas las cosas y si tanto había trabajado era para poder ofrecerle lo mejor. 

Bato empezó desde muy bajo, se alistó en las filas del ejército de Aden, por su valentía, corpulencia y sobretodo inteligencia fue ascendiendo año tras año rápidamente. Hasta convertirse en un hombre vital para el reino, paso de tener que patrullar por las noches a ser la mano derecha del rey, un alto rango  del ejército y lo más importante, su mensajero oficial. El cometido que tenía que desempeñar se fundamentaba en hablar con los mandatarios y llevarles las órdenes del rey de Aden, cuyo poder era inigualable. Esto le hizo inmiscuirse con gente muy poderosa, conocer sus secretos más ocultos además de intervenir en conflictos internos que porsupuesto para la población eran totalmente inexistentes, en general un sinfín de tortuosas relaciones entre aquellos que gobiernan.

Le vino a la cabeza aquel día en que se enteró que sería padre. Se encontraba justo como ahora, situado cerca del fuego, pero en su lujosa casa en las afueras de Aden. Náyade estaba en el jardín, cortaba flores frescas, le gustaba ponerlas sobre la mesa en un jarrón que Bato le regaló por su cumpleaños, uno de sus primeros cumpleaños juntos, cuando ni siquiera poseían dinero para comer. Ella le tenía mucho cariño y desde entonces siempre lo había guardado cerca, el jarrón sobrevivió a multitud de mudanzas y seguía intacto, lo que a Bato más le gustaba del jarrón era ver como Náyade lo decoraba todos los días con hermosos ramos que tan minuciosamente preparaba.

La puerta se abrió, Náyade entró con tan solo una rosa blanca y la puso con cuidado en el jarrón, Bato se quedo mirando fijamente esa rosa, era preciosa, ella se acercó a él y le dijo:

 

-Esta flor simboliza el hijo que crece en mi vientre, tu hijo Bato. Un ser tan puro como esta flor-. Se abrazaron fuertemente durante un buen rato, ella estaba emocionadísima y él era feliz de verla así. 

Desde ese momento en el jarrón siempre había una hermosa rosa blanca. Los días fueron pasando y Náyade cada vez estaba más ansiosa de conocer a su futuro bebe.

Aquel día llegó, era finales de otoño, Bato estaba de viaje, su futuro hijo había decidido nacer antes de lo esperado.

Al ser un miembro tan cercano al rey poseía ciertos privilegios, uno de ellos era que Náyade estaría acompañada de la mejor comadrona de reino.

Lo que sucedió lo sabría un día después de boca de la misma comadrona que asistió a su mujer en el parto. Según contaba todo pasó muy rápido, el bebe venía con una vuelta del cordón umbilical, éste se desplazo y salió antes que el bebe, provocándole una asfixia inminente. Náyade pidió entre sollozos que le permitieran ver a su bebe ya muerto, pero no consintieron enseñárselo. Cuando Bato llego a casa la vio sentada en un sillón al lado del fuego con la rosa blanca en la mano. Su cara, tan jovial y alegre permanecía inexpresiva e inerte, casi cadavérica.

Los días fueron pasando y ella permanecía en el mismo sillón, sin moverse, no quería comer, Bato se esforzaba por intentar que volviera a ser la de siempre, aunque no podía estar todo el día con ella su único afán en la vida era que saliera de su tormento, pero los meses pasaban y su amada cada vez se consumía más y más, hasta que un simple día ella decidió que era el momento de reunirse con su amado bebe.

La vida para Bato desde entonces ya no tubo sentido, se volcó en su trabajo, abandonó su casa y se fue a vivir a palacio. A Náyade la enterraron en el jardín un cálido día de primavera y junto a ella su amado jarrón con una hermosa rosa blanca en su interior.

Su visón se fue aclarando y poco a poco retornó a la realidad. Hermes le miraba de pie, estaba junto a él, respetuoso, esperando a que Bato tomara el tazón que le ofrecía con las manos extendidas, era algo humectante, ¿quizás un guiso?. Cuando volvió del todo en sí agarró cuidadosamente la comida agradeciéndole al muchacho la atención prestada, éste le respondió con una sonrisa cariñosa. Hermes era un buen muchacho, tenía que ayudarle a cumplir su sueño. Ser recordado para siempre, convertirse en una leyenda. El destino le había guiado hacia Hermes, Bato cada vez lo tenía más claro, el chico sería aquel que llevaría a cabo la misión que tenía encomendada, sin duda era el adecuado. Pero ¿Cómo decírselo al muchacho?

La madre del joven llegó con un gran plato de carne asada y la depositó en la mesa, delante de Bato, Hermes y su madre se sentaron al atro lado de la mesa. Sería ese el momento elegido para encauzar la conversación y convencerlos de que Hermes tenía que partir junto a él de manera inminente Se reclinó un poco, carraspeó y se dispuso a hablar.

 

 

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Lacrimosa - Mozart
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